martes, 23 de marzo de 2010

braile

El bastón del ciego  apenas tocó mi metatarso y yo cobré existencia y fui la mano que se caía de la cadera con cansancio y los ojos que vieron  la puerta final detrás de un partido de fútbol con amigos el sonido de una bocina o era una alarma, una alarma en el estacionamiento de piedras y los jardines dorados de Ciudad Evita

pero antes, mucho antes había sido un cuerpo que deseaba y volaba por el  sur con las manos abiertas con el ojo roto de tanto llorar llorar llorar, porque decir adiós a veces es un hoyo que no tiene fin que se derrama en las rutas, en los acantilados que crecen en el horizonte oculto en la montaña como un arco iris como el baile recto de las libélulas en un lago de arena negra.

Yo recuerdo, los nombres de los árboles   los pasos entre raíces y el eco de las piedras y sus charcos imposibles de pescar,  el frío de las rosas el frío de las manos tomando la lluvia.
Y entonces había sido también mi pie caminando para llegar al hogar
Y entonces había sido mi pie también en la tienda y la vereda húmeda
Las berenjenas hechas en nombre de una especie de lecho pacífico pero del que sólo han  quedado cenizas.
No estoy llorando ahora, ahora que existo, que mi cuerpo sabe que ha sido reconocido por el bastón del ciego en el Sarmiento por más que insistiese en desarparecer o evitara la presencia o jugara al fantasma que siempre he sido

A veces nos inventamos mascaritas, sabés
A veces nos colgamos del renglón de la costumbre
A veces tenemos que juntarnos los pedacitos rojos como membrillos
Y ponerlos a secar después de tanta parafernalia y teatro
Porque la vida no puede ser siempre andar llorando o perdiendo la existencia en los rincones o en las calles mal cruzadas o en las vías

Entonces nos perdonamos la vida y yo, nos perdonamos, 
aunque siga doliendo la escalera y los jardines de flores
y el silencio

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